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lunes, 23 de julio de 2012

Los demonios de Loudun

Las palabras que salen de la boca de un actor inspirado - y todo gran predicador, todo abogado famoso, todo verdadero político son, entre otras cosas, actores consumados -, las palabras de un buen actor, repito, pueden llegar a ejercer una mágica influencia en el ánimo del auditorio. Pero no olvidemos una cosa: que la esencial irracionalidad de ese formidable poder de que gozan los oradores públicos - aún de los mejor intencionados - causan más mal que bien. Cuando un orador, con la magia de su palabra y de su voz de oro, persuade a sus oyentes de la justicia de una causa que no es justa, quedamos seriamente afectados. Deberíamos sentir el mismo disgusto toda vez que nos encontramos con que esas mismas tretas se usan para convencer al pueblo de la justicia de una buena causa. La creencia engendrada de este modo puede ser deseable, pero sus fundamentos son intrínsecamente erróneos y todos aquellos que apelan a los recursos de la oratoria para inculcar creencias correctas son culpables de utilizar los elementos menos estimables con que cuenta la naturaleza humana. Ejercitando el lamentable don de su verborrea profundizan el trance, casi hipnótico, en que suelen vivir la mayoría de los seres humanos. Ese estado de hipnosis es un blanco permanente al cual apuntan la verdadera filosofía y las religiones genuinamente espirituales, a fin de liberar a la persona humana. Además, la oratoria no tiene eficacia alguna si busca sus efectos al margen de la máxima simplificación. Pero no es posible obtenerla sin distorsionar los hechos. Aunque se esfuercen en volcar todos sus propósitos y sus recursos con intención de proclamar la verdad, el orador aplaudido resulta ipso facto un embustero. Y cuanto más aplaudidos son los oradores, tenemos que decir que tanto menos dispuestos se hallan a decir la verdad, pues en tales casos de éxito y de aplauso, de lo único que se preocupan es de suscitar la simpatía de sus amigos y la animadversión de sus adversarios.

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