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domingo, 19 de agosto de 2012

Bajo las ruedas

Y entre genios y maestros existe desde antaño un ancho abismo, y cuando cualquiera de los primeros apunta en la escuela, es para los profesores un horror anticipado. Genios son todos los peores, los que no muestran ningún respeto en su presencia, los que comienzan a fumar a los catorce años, se enamoran a los quince, y a los dieciséis frecuentan la taberna, escriben composiciones insolentes y rebeldes, leen algunos libros prohibidos y se manifiestan, en todo momento, como candidatos a los más severos castigos. Un maestro tiene más a gusto diez asnos notorios que un solo genio en su curso, y mirándolo bien, no le falta razón, pues su tarea no es formar espíritus extravagantes, sino buenos latinistas, matemáticos y hombres leales y honrados. Pero ¿quién sufre más a manos del otro? ¿El maestro del muchacho o a la viceversa? ¿Quién de los dos es más tirano, más inoportuno y fatigador y cuál echa a perder y arruina pedazos enteros de la otra alma? Eso no puede averiguarse sin reflexionar con amargura y sentir ira y vergüenza al recordar la propia juventud. Aunque queda el consuelo de que a los verdaderos genios casi siempre se les cicatrizan las heridas, que también ellos acaban por convertirse en personas capaces a pesar de la escuela, de producir otras buenas y de que, años más tarde, cuando ya han muerto y su memoria está cercada con el nimbo luminoso de la gloria lejana, las nuevas generaciones les tomen como norma y ejemplo. Y así se repite, de escuela en escuela, el espectáculo de la lucha entre la ley y el espíritu, y volvemos a ver siempre cómo Estado y escuela se abstraen en la tarea de matar y desarraigar a los espíritus más hondos y valiosos que brotan cada año. Y casi siempre suelen ser los más odiados por los maestros, los castigados con mayor rigor, los huidos o los expulsados de las aulas, quienes después acrecientan el tesoro de nuestro pueblo. Algunos empero —¿y quién sabe cuántos?— se consumen en silenciosa terquedad y acaban por hundirse.

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